¿Es posible recuperar un lenguaje devastado? ¿Y recuperarse de él? Y el mundo, ¿es posible recuperarlo con palabras rotas? En Manca terra, Laura Giordani parece abrir una ventana para pensar que sí. O que tal vez, al menos. En sus poemas, el mal y la poesía atraviesan el siglo como en una batalla escondida pero crucial.
En la mirada sobre la realidad que despliega este poemario —noveno de la autora—, la destrucción muestra una doble cara, como esas máscaras inquietantes que giran ofreciendo dos maneras del mismo gesto. Por un lado, el horror, su irrupción en diversos tiempos históricos: la colonización que en nombre del progreso arrasó con las formas de vida, el Holocausto, las guerras en las que perdieron los justos. Por otro, esa forma apática del desastre que se encarna hoy en la desconexión, en la pérdida de lo común y del sentido en un mundo saturado de mercado y de pantallas. Quien lee se pregunta cuál es la conexión entre esos tiempos, qué hilo hay tendido entre sus trampas. Tal vez —se responde— la urgencia de entender que lo que vivimos hoy no es sino un nuevo momento, distinto pero equiparable, de la enfebrecida carrera de esa “extraña estirpe que a su estela de huesos / y vasijas rotas brinda exequias”, esa Humanidad que mientras cree avanzar va cayendo. Y la constatación de que nos resulta difícil verlo quizá porque esperábamos una derrota vistosa, un hundimiento con tambores y campanas, y no este tejido de olvido y soledades. Entre el tiempo del horror y el de la desidia aparece también el hilo conductor de un pacto de silencio: “haber visto / y seguir / como si no pasara nada”.
En el prólogo a este libro, Yaiza Martínez destaca la presencia de los árboles y su simbolismo. Habla del Ogham, un alfabeto usando antiguamente en Irlanda y Escocia en el que cada letra se correspondía con un árbol, y que siempre ponía en juego, por tanto, por su propia naturaleza, dos modos simultáneos de decir. También aquí la alusión parece desdoblarse: los árboles serían por un lado el trasunto de la poesía, lenguaje capaz de decir más de lo que dice, “ese otro espacio-tiempo donde se generan los sentidos vitales”; pero también serían los árboles en sí, algo vivo que permanece a pesar de todos los muertos, “literalmente, nuestra posibilidad de respirar y seguir viviendo”. Caminando con atención a los árboles, no parece casual por otro lado que el libro se abra con una cita de María Zambrano: si se busca un lugar al cual se llega “sin itinerario / solo por imantación”, este bien podría ser ese claro del bosque que para la filósofa era el lugar de conocimiento asociado a la razón poética, del que “se traen algunas palabras furtivas e indelebles al par, inasibles, que pueden de momento reaparecer como un núcleo que pide desenvolverse”.
Son esas palabras vislumbradas las que Laura Giordani parece andar buscando: “Desamortajo palabras / las froto como pedernales / hasta encender el recuerdo de un verbo / sin conjugaciones”. Esa palabra “sustraída de la podredumbre / convenida” la encuentra, claro, en la poesía. Pero antes aún, en otro lugar limpio: la infancia. De manera recurrente, en los textos visita a una niña “ajena todavía a esta violencia / adulta de nombrar”, que es así también un “árbol salvado de la quema / por su savia transparente / no maderable / todavía”. De algún modo, la infancia idealizada aparece como siendo lo mismo que la poesía: un resto de otro tiempo, de otro modo de estar en el mundo, de relacionar las palabras con las cosas. Y ese es el rastro que la autora anda siguiendo: apariciones, claros del bosque en los que lo poético brilla como un modo otro de nombrar, en mitad de la devastación. Así, la segunda parte del libro, “Cantar mientras el mundo se derrumba”, se recrea en “obras supervivientes” que jalonan los momentos del horror. Esas obras no son grandes, no son monumentos, no han pasado a la historia. Son apenas “una diminuta talla de madera de caldén, dos postales con matasellos de Mathausen-Gusen y las veinticinco palabras permitidas, unos versos en catalán escrito en papel de saco de cemento, el dibujo de una mariposa amarilleando en una pequeña maleta de cuero”. “Obras que aceptaron su fragilidad y en esa aceptación, se hicieron sólidas y resistentes” y que en el recuerdo vuelven como “tierra no devastada del todo / donde los árboles / olvidan la tala”.
Hasta ahí, sin embargo, el universo desplegado en Manca terra puede aún resultarnos familiar. Conocemos otras poéticas que desgranan los grandes desastres históricos y las resistencias que han mantenido la raíz de lo humano viva bajo ellos. Lo especial de la propuesta de Giordani en este poemario llega en la tercera parte del libro: cómo se conjugan aquellas con su abordaje del hoy. La pregunta por cómo se ejerce esa “creación como gesto íntimo de resistencia” en el tiempo de lo fugaz y lo inane, cuando “los ojos se hunden en la pantalla para no ver cómo el mundo arde afuera”. Salpicadas en su escritura de tono antiguo y telúrico, las palabras tuit, satélite, gentrificados barrios aparecen como un golpe, como a destiempo —como un pistoletazo en un concierto, como decía Stendhal que sonaba la entrada de la política en una obra literaria—. El lenguaje de los árboles no estaba preparado para hablar de redes sociales y de dietas. Y, sin embargo, no podemos obviar esta nueva forma de la catástrofe, parece decirnos Giordani: “Todo derrumbe requiere su música. Y sus poetas”. Ella se alista para el intento de tender un puente entre lo de siempre y lo coyuntural: “En un taller de Bangladesh / una niña menstrúa por primera vez / frente a una máquina de coser”.
La tarea es particularmente difícil porque, en esta nueva era del desastre, los árboles —es decir, las palabras— están desgajados, arrancados: “respiran con dificultad —eucaliptos enfermos en el pecho— todavía recuerdan la hermandad con otros árboles”. El tiempo de la febril conexión es el tiempo desconectado: “nuestras soledades despliegan bajo los pies cornisas cada vez más afiladas”. Falta tierra, manca terra: no se puede ni arraigar ni enterrar a los muertos. Se dibuja un apocalipsis muy extraño en el que “en la hora final / grababan en sus cámaras el colapso / y escribían #ultimodía #lacaída #elcolapso”. Ese es uno de los signos del mal vigente: un modo de nombrar apresurado en que las palabras han perdido su conexión con las cosas, “un lenguaje ególatra y banalizado que hace que nos alejemos del pulso de las invocaciones necesarias para la vida de cualquier comunidad” (síntoma, en realidad, de un mal mayor, porque lo que se rompió fue también la cadena que une las causas con las consecuencias: “también escribieron #revolución / en sus i-phones fabricados / por manos esclavas”). El lenguaje está contaminado: “palabras para entretener, descartables casi todas”, que “se nos devuelven vaciadas, abusadas y con ese material de derribo debemos edificar”. Sin miedo a dar pistoletazos en mitad de su propio concierto, Giordani escribe: “Mientras librábamos batallitas en el significante / ellos ingresaban en la semilla / nos hacían repetir diversidad / mientras iban eliminando escrupulosamente / las huellas dactilares”; “ahora lo sabes, imposible vencer con sus reglas: están hechas para que fracases”.
Comments